09 febrero 2011

PADRE MARIO PANTALEO - VIDA Y OBRA


El pequeño Giuseppe Mario nació un 1º de agosto de 1915. Italia ya era parte de una guerra que había comenzado en Europa y que se extendía amenazante hacia el resto de los países del mundo. El panorama no era muy alentador para una joven familia que vivía en carne propia el derrumbe de todo un continente. Y con la llegada del rayón, que desplazó a la seda natural, el negocio familiar entró en crisis. El horror de la guerra obligó a una gran cantidad de europeos a buscar una nueva vida en América. Los Pantaleo vendieron su casa a una Orden de Clarisas de Clausura y partieron rumbo a la Argentina. En los años ’20 llegaron a nuestro país, más precisamente a la ciudad de Alta Gracia en Córdoba. Sus padres internaron al pequeño Mario como alumno pupilo en un hogar salesiano. Cuando la paz volvió decidieron volver a Italia pero, por alguna razón que se desconoce, lo dejaron a cargo de los hermanos salesianos, Mario sólo tenía seis o siete años. Luego de un tiempo, los salesianos no tuvieron más noticias de los padres y recurrieron a las autoridades italianas para solicitar la repatriación del pequeño. El único familiar que habían logrado localizar era una tía, quien se haría cargo de su destino. Así fue como ese chiquito volvió solo a Italia en un barco lleno de extraños. ¿Qué cosas pasarían por la cabeza de Mario? ¿Cómo se sentiría ante tanto abandono e incertidumbre? ¿Qué sería de su vida? ¿Dónde estaba su familia? ¿Volvería a ver a sus padres? “Sé que sintieron un rechazo hacia mí y por eso me dejaron al cuidado de una nodriza”, dijo Mario una vez. Al llegar a Génova fue recibido por su tía Rubina y fue internado en un seminario en Arezzo a cargo de sacerdotes. Sin su ayuda podría haber terminado en cualquier orfanato. Los recuerdos que el Padre tenía de su infancia eran muy vagos, quizás porque la tristeza fue su única compañera. Este capítulo de su vida fue, quizás, el más doloroso. ¿Qué clase de persona puede llegar a ser completamente feliz cuando no tiene una base sólida de afecto?. El Padre Mario lo sabía bien porque vivió ese dolor en carne propia.
PICCOLO MARIOLO EI pequeño Mariolo, como le decía su familiar, dio muestras de su vocación desde muy pequeño. En los jardines del Palazzo Pantaleo había una glorieta y a unos metros de ésta, una mesita de piedra donde el pequeño de sólo 4 años jugaba a ser cura. Su hermana mayor lo encontró una tarde en plena tarea y ocultándose entre los árboles espió la ceremonia. Con una fina y larga tela, el niño cubrió sus hombros alrededor del cuello. En la mesa acomodó minuciosamente un pedazo de pan y una copita con agua sobre una impecable servilleta blanca. Con sus pequeñas manos elevó el pan hacia el cielo, lo mojó en la copita y les dio las migas a las palomas que asistían inocentemente al juego. La hermana, sorprendida, le preguntó: “¿Qué estas haciendo, Mariolo?”, y como respuesta recibió: “Pero… Yo soy un Padre!! “. Si bien todos los hijos del Señor estamos bajo su constante vigilia, a algunos los elige especialmente para realizar su tarea en este mundo. Y existen muchos testimonios de apariciones y contactos con lo divino que podrían considerarse prueba de ello. El pequeño Giuseppe Mario fue, quizás, uno de esos elegidos. Siendo un pequeño de 3 añitos, Mariolo sufrió una crisis muy aguda de asma. Su madre Ida, desesperada, lo acompañó con sus plegarias rogando por la vida de su hijito. Se dice que, en un momento, uno de los rincones de la habitación comenzó a iluminarse y, según contó Ida más tarde a su familia, apareció ante ellos la imagen de Santa Teresita. El Padre Mario nunca tuvo un recuerdo muy claro de ese momento porque era muy pequeño. Lo único que quedó fijo en su memoria fue la sensación de una intensa luz, que baño con su calidez, a él y a su madre. A partir de allí Mario no dejó de adorar y dedicar todas sus plegarias a Santa Teresita que, junto con la Virgen de la Inmaculada Concepción, fueron las únicas imágenes que trajo a nuestro país de su Italia Natal.
NUEVAMENTE HACIA ARGENTINA En Italia, siendo ya un adolescente, la luz de esperanza que guardaba en su corazón de poder reencontrarse con sus padres se fue apagando al ser internado en el seminario de Arezzo, bajo la tutela de su tía Rubina. A pesar de la corta distancia entre Arezzo y su Pistoia natal, el joven Mario no pudo volver a estar con sus padres. Por cuestiones económicas, luego de una corta estadía, fue internado en otro seminario en Viterbo, a pocos kilómetros de la imponente Roma. Más tarde, por la misma razón y siempre bajo la tutela de su madrina Rubina, pasó al seminario de Salerno, al sur de Nápoles, sobre el mar Tirreno, ese mar azul fue testigo y compañero de largas caminatas y atardeceres solitarios de un joven que quedaría mareado en el alma cuando tomó conciencia de que nunca pudo disfrutar de sus padres como lo habían hecho sus hermanos Andrés, Inés y Salvador, y también supo que ya no los vería nunca más. Ya seminarista de 20 años, Giuseppe Mario decidió conocer a un Sacerdote capuchino muy especial: el Padre Pío de Pietrelcina. Este humilde hombre, recientemente beatificado por el Vaticano, se convirtió en confesor del joven Pantaleo. Entre ellos nació una relación fraternal. Mario encontró en él paz y consejo. Por esto, decidió verlo y consultarlo tantas veces como le fue posible. El 3 de diciembre de 1944 -etapa final de la Gran Guerra-, Giuseppe Mario Pantaleo, de 29 años se ordenó sacerdote católico. Pocos días después, el 8 de diciembre, celebró su primera misa en Matera, pueblo cercano al Golfo de Táranto, y comenzó un corto peregrinaje por Italia, pues todavía no había sido designado para cubrir un puesto fijo. En 1946, uno de sus superiores le habló a Mario sobre un pedido de sacerdotes que había llegado al Vaticano. Nada menos que Monseñor Caggiano, titular máximo de la Iglesia argentina, le había solicitado al Papa Pío XII que le enviara ministros. El Padre Mario decidió que ése era su destino: sumarse a la tarea de la Iglesia en un país lejano que él ya conocía. No podía quedarse más tiempo deambulando sin rumbo en Italia. El sabía que debía cumplir con una tarea y el camino se abría en América. Mientras comenzaba a preparar su partida, decidió ver nuevamente al Padre Pío para ponerlo al tanto de su decisión. El capuchino, luego de confesarlo, le dijo: “Ve, hijo mío, estás en tu camino… Tú también has sido elegido para una singular misión… Adiós, hijo, adiós”. El 4 de marzo de 1948 regresa a la Argentina José Mario Pantaleo, pero en esta oportunidad como Sacerdote. Por pedido del cardenal primado Antonio Caggiano, el Vaticano tuvo que enviar varios ministros de la iglesia por falta de sacerdotes. El primer destino del Padre Mario fue la iglesia de San Pedro, en Casilda. El Padre sabía que su misión en estas tierras no iba a ser sencilla, luego de un corto período en este pueblito de Santa Fe, fue nombrado como capellán en el Hospital Provincial de Rosario, donde atendía a los enfermos, realizaba distintas tareas sociales y había tejido amistades muy profundas. Aunque esta situación duró poco, Mario fue destinado a Rufino un lugar lejano a sus inquietudes. Dos años pasaron para que el Padre Mario se decidiera a pedir el traslado a una gran Ciudad donde pudiera cumplir con su otra vocación, estudiar filosofía. El destino fue el Hospital Ferroviario en Buenos Aires. De tanto transitar destinos el padre decide buscarse su lugar en el mundo y con los pocos ahorros que poseía y los muchos sueños que lo acompañaban, logra comprarse un terrenito en el olvidado y lejano pueblo de González Catán. El Padre quería afincarse en este pueblo, pero antes debía obtener el derecho a oficiar misa (incardinación). Los comentarios sobre sus facultades para realizar curaciones milagrosas le cerraban muchas puertas entre las autoridades eclesiásticas. Mario estaba envuelto en la disyuntiva. Por momentos pensaba si Argentina era su destino o debía marcharse. Eran tiempos de necesidades extremas. Durante nueve años, además de su trabajo en el Hospital Ferroviario y como Sacerdote asistente de la Iglesia Nuestra Señora del Pilar, Mario Pantaleo dormía en un baño del subsuelo del Hospital Santojanni; donde había logrado ser asistente del Capellán. Los años sucesivos en la vida del Padre Mario Pantaleo pueden leerse en la Reseña Histórica de la Obra.

Reseña Histórica


“Cuando llegué por primera vez a González Catán, solo encontré un barrio opaco y gris, estragado por la pobreza y la marginalidad, un lugar desértico. En mi interior, una voz muda me decía que tenía una importante misión que cumplir”, comentaba el Padre sobre su lugar soñado.
Lejos de rendirse decidió continuar con su sueño y comenzó la construcción de su Obra en González Catán. Con mucho esfuerzo y gracias a sus amigos avanzaba en su objetivo, pero de nada servía levantar la Capilla Cristo Caminante, si no podía oficiar misa. En 1972 es desplazado de su trabajo en el Hospital Ferroviario y comienza una larga lucha para que las autoridades concedan el derecho a la incardinación.
El 8 de diciembre de 1975, día de la Virgen, contra viento y marea se inaugura la Capilla que tanto había soñado, pero recién un año después, y gracias a la intervención del Monseñor alemán Antón Herre, logró el ansiado permiso para oficiar misa.
“Pasaron los años y las suelas de muchos zapatos se gastaron, no solo los míos, sino también los de toda la gente que me acompañó en la realización del sueño que traía, agazapado en el corazón, desde el viejo mundo. Y por fin el 8 de diciembre de 1975, luego de interminables idas y venidas, de alegrías y sinsabores, Cristo Caminante llegó al barrio antes olvidado para tomar posesión de su casa. Para visitar todos los hogares”, dijo el Padre Mario.
A finales de la década del 70, el Padre Mario soñaba con una Obra, que le permitiera llegar a más personas. Así comienza a organizarse y junto a sus colaboradores más cercanos busca plasmar su sueño. Cuando empieza a construir la Obra, en quien primero piensa es en las madres del barrio que trabajaban fuera de sus casas y que no tenían donde dejar a sus pequeños hijos. Entonces funda el Centro Materno Infantil, que en ese momento se llamaba Guardería del Niñito Jesús. Estos chiquitos eran cuidados por un grupo de señoras que se acercaban para ayudar y quedaban como voluntarias.
Una de las primeras medidas para recaudar fondos fue la creación de un bono contribución, de esta manera el Padre seguiría recibiendo donaciones, a pesar de su resistencia, pero en dinero. Esa era la única forma posible de concretar la Obra.
HACEDOR MILAGROSO EI Padre fue un gran hacedor milagroso, a medida que iba palpando de cerca las necesidades más grandes del barrio, construía. No era un hombre de planificar, era un gran improvisador, pero genial. Además contó con el apoyo de todos sus amigos, la gente que lo quería no vacilaba ante el pedido de ayuda.
Los llamaba a cualquier hora del día. A veces eran las dos de la mañana y se le ocurría comunicarse con sus colaboradores por teléfono y les decía: “me faltan caños, ladrillos, hierros ….” La gente se movilizaba encantada por una misión encomendada por Mario Pantaleo.
En 1978 se crea la Fundación Presbítero José Mario Pantaleo, porque a través del Ministerio de Salud y Bienestar Social, se conseguían subsidios para las ONG’S. La personería jurídica fue lograda gracias al asesoramiento de la Dra. Lidia Correa Aldana, que era la Directora de la Inspectora General de Justicia. En esos tiempos el Padre, ya contaba con la ayuda de Perla Gallardo, su fiel colaboradora. Casualmente, el día de la firma de la constitución de la Fundación, Perla se encontraba en Rosario. Y Guillermo Garavelli, su hijo menor, acompañó al Padre a realizar el trámite. De esta manera, por casualidad, se convierte en co-fundador de la Obra del Padre Mario.
Los días del Padre, en la década del ochenta, eran muy largos y agotadores. Se despertaba bien temprano a la madrugada y celebraba misa antes de desayunar. Después tomaba un café con leche y recibía a toda la gente que lo visitaba para pedirle ayuda.
Por esos tiempos, los primeros en llegar eran los artistas que daban sus funciones en los teatros y luego de cenar, a eso de las 3 de la mañana, emprendían el viaje hasta González Catán para visitar a su amigo. Don Gauna, vecino y gran colaborador, se levantaba y les habría el portón a los que llegaban con el alba, porque a veces hacía mucho frío y era muy duro esperar en la calle. Entre los más asiduos compañeros se encontraban Juan Carlos Altavista ” Minguito”, Luis Sandrini, Mimí Pons, Juan Alberto Badía, Jorge Guinzburg, y Jorge Porcel. En gratitud a los consejos, charlas y atención recibidos, todos ellos fueron muy generosos con el Padre y su Obra.
Fueron tiempos muy fecundos para la Obra ya que, con la presencia del Padre, se lograban donaciones que posibilitaban un crecimiento vertiginoso. Llegaron el Centro Médico, el Centro de Atención para Mayores (C.A.M.), el Hogar Santa Inés para discapacitados, la Escuela Primaria y Secundaria, y así hasta principios de los noventa. Luego de la desaparición física del querido Padre Mario su Obra ha debido implementar un enorme proceso de cambio y adecuación a las nuevas condiciones del entorno, sin el cual hubiera sido prácticamente imposible sostenerla. La pérdida del Padre Mario como líder físico significó para su Obra el hecho más traumático que pudiera producirse y que jamás se producirá en la misma.
Por lo tanto la Obra ha debido transformarse de manera de compensar esta pérdida y así tratar de mantener y desarrollar la tarea ciclópea de un hombre único. Una parte fundamental de esta transformación fue establecer pautas de organización y de gestión compatibles con una estructura organizacional que debía continuar con la misión legada por el Padre.



                                                                                                   

17 septiembre 2009

16 septiembre 2009

Cuando crezcas, descubrirás que ya defendiste mentiras, te engañaste a ti mismo o sufriste por tonterías. Si eres un buen guerrero, no te culparás por ello, pero tampoco dejarás que tus errores se repitan.

Paulo Coelho

15 septiembre 2009

El hombre puede ser un escéptico sistemático; pero entonces no puede ser ya ninguna otra cosa; y ciertamente tampoco un defensor del escepticismo sistemático.

Gilbert Keith Chesterton

La nada es un infinito que nos envuelve: venimos de allá y allá nos volveremos. La nada es un absurdo y una certeza; no se puede concebir, y, sin embargo, es.

Anatole France